Del libro Se robaron Monserrate y otros cuentos, de Javier Correa
ASIDO A LA MANO de la madre, seguro en ella, el niño caminaba con sus pasos cortos, inestables. El brazo arriba, los ojos indagando el milenario mundo, cubierto ahora por pavimentos, cementos, casas. En el aire, inalcanzables para él, negros cables transmisores de energía eléctrica que algún día, tal vez, sentiría en sus dedos introducidos en una toma doméstica, como un repentino cosquilleo abrasador.
En la mano libre portaba una carterita de un plástico transparente teñido de rojo. Adentro, tres juguetes insignificantes para un adulto, pero imprescindibles para él.
Zapaticos sin talla (“el bebé tiene trece meses, está aprendiendo a caminar”, “Lleve estos, si no le sirven se los cambiamos”); unos pantalones anaranjados, amplios para que adentro cupieran los pañales desechables; por entre el cuello del saco de lana, también anaranjado, se asomaba el amarillo de la camisa. Colores vivos, como se usan hoy y que denotan la energía vital de quien los luce, aun sin darse cuenta, porque fueron escogidos por la madre.
Bordeaban una esquina de barrio. Un sol incipiente servía de preámbulo a la lluvia de una hora después. No había vehículos que transitaran por la vía. Yo observaba desde mi ventana, después de interrumpir una novela brasileña. El niño aún no sabía leer. No necesitaba. Solo sentía la seguridad en la mano de la madre y la libertad para explorar.
De pronto se detuvo. Fue halado suave del brazo, pero se mantuvo en su lugar. La madre volteó la cara y encontró al niño estupefacto quien, con la mano en la que sostenía la carterita plástica, señaló a la calle, donde un ser extraordinario se movía cadencioso. Su curiosidad fue respetada. Miró a la madre para compartirle la novedad y volvió la vista hacia el objeto que, de un momento a otro, alzó el vuelo. Extraordinario.
El niño, que sonrió, acababa de descubrir las palomas.